jueves, 22 de noviembre de 2012

La vida como dación en pago






Parábola del pollo

Un ciudadano de clase baja-media-baja trabajaba en una granja avícola dando de comer a los pollos y limpiando los detritus después de que estos hubieran hecho sus necesidades. Con los 12 dinares que el dueño de la granja le pagaba al mes por esos servicios, dedicaba: 2 para pagar al César, 1 para pagar la Seguridad Social del César, 1 para el copago en Sanidad del César para su familia y el de la Educación del César para sus hijos, 1 para vestirse y calzarse, 1 para calentarse o enfriarse y ver en la oscuridad, 1 para comunicarse con el mundo, 1 para desplazarse, 2 para cobijarse, y 2 para alimentarse. En ocasiones como consecuencia de vivir por encima de sus posibilidades, antes de llegar a final de mes ya había gastado los 12 dinares y tenía que pedir a un usurero conocido pequeños préstamos a un alto interés, que después devolvía en cómodos plazos tratando de ahorrar para ello en, vestirse y calzarse, calentarse o enfriarse, etc., etc., etc. Hasta el momento el ciudadano nunca había comido pollo, a pesar de pasar la mayor parte de su vida rodeado de ellos, ya que ese manjar equivalía a un año de su salario y no disponía de suficientes ahorros por tener un agujero en la mano.

Un día, el precio de los pollos comenzó a subir bastante más que el de su salario, y al mismo tiempo, los usureros comenzaron a bajar los intereses de los préstamos. Al poco tiempo las fachadas de las casas y los árboles de los bosques se llenaron de carteles animando a comer pollo a todos los que no lo habían probado antes, y junto a esos carteles aparecieron otros ofreciendo grandes facilidades y bajos intereses para adquirir tan deseadas aves. El ciudadano, animado por la gula y por el brillo del papel cuché de aquellos carteles, se dirigió a la casa del usurero conocido para que le informara de la buena nueva. Este se ofreció a prestarle el dinero para comprar tan deseado pollo antes de que subiera de precio y a un interés mucho menor que el que le había estado cobrando hasta entonces por los pequeños anticipos. 

Para llevar a cabo esta complicada operación, primero el usurero tasó generosamente el pollo en 200 dinares, ofreciéndole a nuestro amigo 180 para que comprase además del pollo (cuyo valor en el mercado era en ese momento de 150 dinares) una vajilla y cubertería apropiadas, que él mismo le suministraría a un precio razonable para poder degustar el ave con propiedad. Para poder cubrir aquella compra, más los pagos correspondientes destinados a, escribas, pergaminos y pólizas, actos jurídicos documentados y no, registros y garantías, etc., el usurero se prestó a concederle finalmente 200 dinares. Aplazando esta cantidad a 20 años y sumando todos los intereses, además del pollo más la cubertería y los gastos ya mencionados, la cantidad final a pagar ascendía en total a 480 dinares: el importe equivalente a tres pollos y un ala. Para hacer frente al pago resultante aportando 2 dinares mensuales, nuestro amigo ciudadano, llamémosle José, tendría que apretarse las correas de sus sandalias y las de toda su familia durante 20 años más; pero no le importó, pensando que el comer pollo por primera vez cambiaría su vida y la de su familia para siempre. Como colofón, el usurero, llamémosle Lucas, le aconsejó que sería bueno que sus ancianos padres le avalaran con la cabra que poseían y con la pensión que estaba percibiendo el padre por haber trabajado toda la vida en la misma granja que su hijo, así, si en algún momento José tuviera problemas para hacer frente al pago mensual, ellos podrían echarle una mano.
     
Resueltos finalmente estos pequeños detalles, ambos se despidieron con un apretón de manos y José tras dejar su huella impresa en multitud de legajos, feliz por el resultado, se dirigió por fin con el ansiado pollo hacia su choza para dar una alegre sorpresa al resto de la familia. Pasados unos meses, el precio de los pollos comenzó a crecer sin parar, al ser la demanda de la población cada vez mayor. Mientras, Pedro, otro trabajador más cualificado que José y sexador de pollos en la misma granja, aunque ya había probado ese manjar en ocasiones, decidió también comprar otras dos aves antes de que subieran aún más los precios. Uno para comérselo, y otro para engordarlo y llevarlo al mercado cuando la venta resultase beneficiosa. Pensó que era una mejor manera de invertir sus ahorros que la de ofrecérselos a Lucas, a una tercera parte de interés del que este le estaba cobrando a José. Como solo disponía de recursos para un pollo, el importe necesario para comprar el otro se lo pidió también al usurero, pensando que ya tendría tiempo para devolver el préstamo cuando vendiera el segundo, y tal vez con algo de fortuna, recuperaría además la mitad de los ahorros invertidos en el que ya habría digerido. 

Al poco tiempo, la mayoría de la población engordaba comiendo pollo sin parar. Las nuevas granjas y los usureros proliferaban por doquier, y todo el país tenía trabajo. Los súbditos eran felices y el César también porque amaba a su pueblo. Cegados por aquella orgía avícola muchos usureros como Lucas, al acabarse sus recursos personales y los depositados por sus clientes, debido a la cantidad de préstamos concedidos de los que obtenían un buen interés sin moverse de sus casas, acudieron a otros mercados de dinares lejanos solicitando préstamos a profesionales del ramo, pero a un interés más bajo que el que ellos concedían aumentando así exponencialmente sus pingües beneficios. Para obtenerlos, ofrecieron como garantía adicional los avales de las cabras junto a las pensiones familiares. Por su parte otros trabajadores cualificados y bien remunerados como Pedro, para no perder el carro de la diosa Fortuna, comenzaron a comprar y a vender pollos participando también en aquel enorme pastel, convirtiendo entre unos y otros al país en un mercado. Mientras, los dueños de las granjas se frotaban las manos criando manadas ingentes de tan deseados animales. 

Pero un día, pasado algún tiempo, la gente se hartó de tanta pechuga y muchos intentando adelgazar, se hicieron vegetarianos. Como consecuencia el precio de los pollos comenzó a caer en picado y pronto al no venderse casi ninguno, las granjas como primera medida para ajustar los costes de producción y mantener los beneficios, empezaron a despedir a sus asalariados. Primero le tocó a José y al poco tiempo a Pedro, porque ya ni siquiera había  pollos que sexar. También, el César comenzó a recibir cada vez menos tributos, hecho que agrió su carácter, haciéndole entrar en una profunda melancolía que le llevó a dejar de amar a su pueblo.
     
Una mañana, Lucas, el usurero, se presentó en la choza de José para comunicarle que no estaba cumpliendo con lo acordado y que no había que tomarse el Padrenuestro al pie de la letra. Las deudas de no ser perdonadas, había que pagarlas, ya que de no hacerlo así tendría que atenerse a las consecuencias detalladas en los documentos que los escribas habían sancionado. José le explicó que al quedarse sin trabajo no tenía manera de hacer frente a las cuotas y que por precaución, solo se habían comido un tercio del pollo, salando el resto. Pensaba que al haber pagado ya con las cuotas hasta entonces el importe correspondiente a uno entero, tal vez con los dos tercios sobrantes  del pollo podría cancelar el resto de la deuda pendiente. Lucas le informó de que la tasación actual de los pollos estaba por los suelos, y mucho más la de los pollos mutilados, y que aún devolviendo lo conservado junto con la cabra de sus padres, todavía quedaba pendiente una deuda de más de 350 dinares, por lo que al día siguiente, como medida preventiva hasta que no devolviera esa cifra, vendrían a confiscarles las sandalias a toda la familia además de la parte salada del pollo, y a sus padres, la mitad del subsidio ahora recortado por el César, y por supuesto la cabra. 

Entre tanto, el César que estaba empezando a aborrecer a su pueblo por no querer comprar ya más pollos, decidió prestar una gran cantidad de dinares a todos los usureros locales que comenzaban a tener dificultades económicas y de almacenamiento de tantas aves como cabras requisadas; dinares obtenidos mediante créditos concedidos por usureros extranjeros. Después para cubrir los intereses de aquella inteligente operación, el César emitió un edicto subiendo los impuestos y bajando los salarios, siguiendo los consejos de los Economistas del Imperio para compensar así la estabilidad presupuestaria. José por su parte no se quitaba de la cabeza el hecho de que antes de todo aquello, tenía trabajo a pesar de no tener pollo, trabajo que ahora había perdido junto al resto del ave que no había llegado casi a degustar, además de la cabra de sus padres que hasta entonces les proporcionaba leche y buena compañía. Pero ni siquiera toda aquella entrega o dación resultaba suficiente para cubrir el pago de una deuda que se presentaba, echando cuentas, más eterna que su Dios. Desesperado por ello y con aquel peso sobre los hombros, al día siguiente, a la llegada de Lucas el usurero rodeado de centuriones y reclamando lo que la ley decía que era suyo, se subió a la techumbre de la choza y arrojándose de cabeza contra la del usurero, terminó con la vida de este y por dación en pago, de la suya propia.


El paraguas y Mark Twain

Para terminar, y como colofón a la parábola anterior, me referiré a dos dichos de otros tantos grandes hombres. Uno, escritor, Samuel Langhorne Clemens, apodado por él mismo como Mark Twain, y otro, profeta, Jesucristo, el apodado por sí mismo Hijo de Dios. El segundo además de popularizar el estilo parabólico, popularizaba dichos muy sustanciosos entre los que he entresacado el de: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero dad. Que entonces y hoy querría decir que nada nos pertenece porque entre Dios y el César se lo reparten todo. En cuanto al primero, Mark Twain, me quedo con aquel dicho suyo definiendo a los hoy en día mal llamados banqueros, como: Esos señores que te ofrecen un paraguas cuando hace sol y te lo quitan cuando llueve.