viernes, 13 de abril de 2012

Procesionando: la procesión va por dentro

   

     Ha terminado la Semana Santa, o la “Santa Semana” como gusto redenominarla, que es el espacio temporal donde se regodean (regodearse –según la RAE–: De re- y el latín gaudĕre, alegrarse, estar contento.Verbo pronominal coloquial. Deleitarse o complacerse en lo que gusta o se goza, deteniéndose en ello) miles de creyentes y espectadores espectantes, repitiendo año tras año la ceremonia del tormento y el dolor; por lo cual no les alabo el gusto. Tamaño espectáculo me trae a la memoria subconsciente un sueño que tuve de niño, seguramente producto de esta reiterativa Semana que en aquellos tiempos lo llenaba todo, eliminando de la vida cotidiana todo lo que no fuera sufrimiento o angustia, sustituyendo la música gozosa por los requiems clásicos, el cocido con morcillo por las patatas con bacalao, y las películas del Oeste por las de Romanos en el mejor de los casos. Pero vayamos al sueño: en él, estando yo solo en una habitación, la mía, en un 6º piso en el que vivía junto a mi familia, sentía de pronto de forma irrefrenable la necesidad involuntaria de arrojarme por la ventana, yendo a estamparme contra la acera 18 metros más abajo. Por un extraño milagro –o sortilegio– no me despanzurraba en el impacto, aunque sí sentía en mis huesos y en mis carnes los dolores correspondientes a aquella desafortunada acción. Sin desfallecer y tratando de contener el dolor, me incorporaba recomponiéndome poco a poco sobre mis pequeños pies intactos y tras subir peldaño a peldaño por las escaleras los seis pisos que me separaban de mi casa (estaba expresamente prohibido a los menores de 14 años no acompañados por adultos subir en el ascensor), volvía a repetir la operación una y otra vez, hasta que el maldito sueño abandonaba mi cabeza o con suerte era despertado por mi madre para acudir al colegio.
   











        Afortunadamente, aquel sueño desapareció de mi vida no volviendo a repetirse nunca más, cosa que no ha sucedido con esta Santa Semana, muchos siglos después de que a algún iluminado se le ocurriera añadir unas gotas de hiel todos los años por las mismas fechas a la vida de los seres humanos en el paraíso católico, más allá de las que la propia vida nos regala; a unos más, a otros menos, y a los menos casi nada. Ejemplos del sufrimiento humano tenemos a diario en los telediarios, pero es cierto que esas desgracias son reales, no representadas, y todos somos conscientes de que nos conmueve más el teatro que la vida misma. Lloramos en el cine, pero al salir a la calle enjugándonos las lágrimas, somos incapaces de compadecernos ante el mendigo que duerme entre cartones delante de la taquilla. ¡Paradojas del alma humana! Todos hemos visto también llorar, en esta reactualizada Santa Semana pasada por agua, a hombres como castillos, mujeres enlutadas y niños inocentes, al no poder ver desfilar a sus ídolos de madera o escayola por culpa del cielo, sin atribuir ese desgraciado hecho a que todo el colectivo de cristos y vírgenes están ya muy hartos de tanto trasiego, e intentan conjurar a las nubes en contra de los humanos para que les dejen lamerse tranquilamente las heridas en sus retiros piadosos.
    Voy a detenerme un momento en la cera, ese ecológico producto elaborado por las abejas de Dios que contribuye a dar aún mayor explendor a estas fechas, sacándonos de la oscuridad mediante decenas de miles de cirios que en esos días desparraman alegremente por nuestras calles, avenidas, plazas y aceras (especialmente en las ciudades de Andalucía), toneladas de líquido ardiente semejante a aquel otro que se derramaba desde lo alto de las murallas de los castillos sobre las cabezas de los enemigos que pretendían tomar esas mismas ciudades, instándoles a cambiar de actitud. Esta cera líquida, mezclada con el habitual humus del suelo, se transforma en un mejunge negro que se adhiere amorosamente a las suelas de nuestros zapatos y a los neumáticos de nuestros vehículos. Gracias a esa capa deslizante, las caídas de peatones y accidentes motorizados se disparan durante y después de esas fechas, aunque no existen estadísticas fiables del incremento en número de muertos y heridos en las semanas corrientes posteriores a la Santa por esas causas. Es el precio que tiene que pagar la sociedad por dar trabajo a las abejas para elaborar tanto cirio, en unos días en los que es más arriesgado ser peatón que costalero, e incluso conducir una “scooter” que un trono. Estos desgraciados accidentes van acompasados, no por saetas, sino por un sonido semejante al maullar de un gato que proviene de los neumáticos de los vehçiculos a dos y cuatro ruedas, mientras distribuyen equitativamente por toda la ciudad el mejunge sagrado. Como el tiempo todo lo cura, pasados unos meses, la madre Naturaleza mediante la lluvia, el sol y el viento, acaba por eliminar esos restos de cerumen; excepto algunos que quedan para siempre fosilizados sobre el asfalto confiriéndole unas hermosas manchas impresionistas de color oscuro. Y para el año siguiente, vuelta a comenzar el ciclo pasional favorecido por unos gobiernos que cada vez con más resolución, prefieren que sus súbditos pierdan el trabajo antes que la fe y algunas costumbres llamadas buenas.
   Un aspecto importante que siempre me ha llamado la atención por estas fechas es el carácter pagano de las creencias en un solo Dios verdadero aunque plural. Me refiero al Hijo e incluso a la Madre que aunque no es diosa, es Virgen. De estos Hijos y Vírgenes, los hay cientos, tanto o más que entre los dioses y diosas de las antiguas Grecia y Roma juntas. En cada ciudad, en cada pueblo y hasta en cada barrio, sus habitantes o vecinos cegados por un paganismo plural, advocan a sus Cristos y Vírgenes particulares sin importarles un pimiento los de otras ciudades, pueblos cercanos o incluso barrios colindantes. El común oír a la gente pía decir “le tengo mucha fe a la Macarena” aunque no tengan ninguna por la Virgen de Montserrat, que además es catalana, o por la de la Candelaria que es negra y habita lejos. Y a los que beben los vientos por el “Cristo de los Faroles”, les importa un comino “Jesús el Rico” aunque también sea andaluz además de malagueño. Algunos incluso, jugando con más de una baraja, ruegan favores a varios Cristos y Vírgenes por si el contrario o la contraria, poco favorables, no les quisiera escuchar. Es como la costumbre de comprar varios números de la lotería en vez de apostarlo todo por uno solo persiguiendo el “gordo”. Todo esto es visto con buenos ojos por nuestros gobiernos complacientes que contemplan con satisfacción como sus mandados se olvidan por unos días de los mercados, las primas de riesgo, el Ibex 35, los “bonus malus”, la Merckel y el Sarkozy, los recortes necesarios, e incluso, de que se han quedado ayer sin puesto de trabajo por la gracia de Dios y la reforma laboral. Mientras éste y los otros dioses y vírgenes, agradecidos por las subvenciones estatales hacia esas sagradas prácticas, se contienen de enviar rayos destructores sobre las cabezas de unos gobernantes dóciles con la fe pero implacables en las reformas, como aconteció en su día con Sodoma y Gomorra, donde las únicas procesiones que se celebraban eran las del orgullo gay.

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