lunes, 9 de mayo de 2011

El mundo oculto de la zanahoria


¿Saben ustedes lo que es un rastreador? Los que se hayan educado como yo, viendo películas del Oeste, sabrán a lo que me refiero. En esas películas se encontraba concentrado todo el saber humano occidental, aunque hubiera que buscar y rebuscar en ellas para encontrarlo en su totalidad, como hacía John Wayne. Algunos intelectuales han llegado a ver cientos de veces películas, como, “La Diligencia” de John Ford, en lugar de leer otras tantas el Quijote o La Iliada y la Odisea, obteniendo de ella toda su sabiduría actual. No intentemos por tanto, en algún debate televisado o charla radiofónica –en el espacio dedicado a los televidentes u oyentes– debatir con ellos sobre el color de los caballos, aún siendo la película en blanco y negro, porque quedaríamos como unos analfabetos.

Volviendo al rastreador, muchos jóvenes pensarán que me estoy refiriendo a Google, por ejemplo. Pues no. Un rastreador era habitualmente un mestizo, hijo de James Stewart –hecho prisionero por los comanches– y una hija de Caballo Loco, la hermosa Nube Gris; su padre, Stewart, nunca llegó a tener noticias de él, al ser liberado –semanas después de haber sido concebido el futuro rastreador– por las tropas del Tte. Coronel Custer. El padre de ella, el jefe Caballo Loco, conseguía salir con vida de la incursión, teniendo que cargar desde entonces con el pequeño, alimentándolo hasta que ya adulto, fuera expulsado por el Consejo de Ancianos de la tribu para siempre a pesar de las súplicas de Nube Gris, por tener los ojos azules aún siendo moreno.
















Por falta de tiempo no voy a ponerme a verificar si esta relación entre J. Stewart, Caballo Loco, Nube Gris, y Custer se dio en alguna película y corresponde a la realidad o es producto de mi mente fantasiosa. Ese mestizo –afortunadamente hoy llamado indo-americano–, como decía, estaba habitualmente contratado a sueldo como rastreador de la caballería yanqui, dedicada a perseguir a los indios buenos y a los malos norteamericanos. Al no ser militar estaba eximido del saludo y de una estricta disciplina, lo que le permitía ir a su aire. Normalmente en avanzadilla por delante del destacamento, a pie y mirando al suelo como se puede comprobar en la foto inferior.

Muchas veces me pregunté, porqué los soldados azules no utilizaban perros sabuesos, que solo pedían pan y huesos de búfalo, en lugar de indo-americanos que además de comer alubias con carne en salazón, querían salarios justos. La respuesta estaba en la vista de águila del rastreador, aunque en olfato no llegara a superar al sabueso. En el momento que este individuo, llamémosle Ojo Avizor, localizaba una cagarruta del caballo del indio bueno o del mal norteamericano, podía distinguirla entre un mar de cagarrutas de bisontes e incluso de entre todas las de cualquier manada de Cimarrones a lo largo y ancho del salvaje Oeste. No solamente por su aroma, sino también por su color, aspecto y calidad. A partir de ese instante, tanto el indio como el norteamericano perseguidos, fueran buenos o malos, no tenían escapatoria.
Estaban perdidos, y serían capturados, abatidos, o neutralizados –utilizando una palabra más actual– tarde o temprano; pero siempre antes del final de la película, para que el destacamento pudiera escuchar nuestros aplausos desde las butacas de platea, antes de regresar al fuerte. De nada les serviría a los perseguidos abandonar sus monturas, caminado por el lecho de los arroyos o por enormes piedras graníticas o kársticas como las de La Pedriza –en la Comunidad de Madrid– o las del Torcal de Antequera –en la provincia de Málaga–, intentando no dejar huellas. Todo sería inútil porque así estaba sentenciado en el guión de la película.
Bueno, pues eso es exactamente lo que nos está pasando a todos nosotros, tengamos el sexo que tengamos en toda su rica variedad de tendencias. Seamos buenos, malos o regulares; sin ser ni indios ni norteamericanos necesariamente.


Estamos siendo rastreados, pero no por el olor de las cagarrutas de nuestros caballos o en su defecto de nuestros perros, ni incluso por el de las propias; sino por nuestras palabras. Las que decimos de viva voz, o las que escribimos correctamente en Internet. Huelan bien o mal, sean altisonantes o malsonantes. Y a no ser que permanezcamos mudos y escribiendo únicamente misivas a bolígrafo sobre papel blanco, rayado o cuadriculado, para enviarlas después por correo postal como antiguamente, seremos perseguidos, agobiados, acorralados, y finalmente, encontrados y neutralizados, o en el mejor de los casos: utilizados. Para el bien común, desde luego, o para el de algunos pocos, también, pero nunca para el nuestro propio.

Esos rastreadores modernos, ahora llamados buscadores, están por todas partes, pero sin salirse de las redes naturalmente. Bien sean alámbricas, inalámbricas, o de fibra óptica. A través de teléfonos móviles o fijos, y de todos y cada uno de los ordenadores de los que hoy en día cualquier ser humano trae ya bajo el brazo al nacer –en lugar de la clásica barra de pan de antes–, con el que para sobrevivir en adelante, necesitará obligatoriamente una hermana llamada ADSL.

Pruebe usted, sea hembra o varón, a enviar un mensaje a cualquier amiga o amigo dentro de las tres combinaciones sexuales posibles y comprobará que la próxima vez que abra su navegador para esperar la ansiada respuesta, aparecerán multitud de anuncios relacionados con alguna de las palabras más sugerentes utilizadas en su anterior mensaje. Por ejemplo, si ha utilizado la palabra “pelo” en alguna de sus frases como, “...tienes un pelo divino...”, aparecerán por arte de magia todo tipo de anuncios de champús y pelucas, algún pasaje de la Biblia e incluso alguna fotografía de Cher. Si profundizamos en un lenguaje más íntimo sin caer en la pazguatería ni llegar a la pornografía, una frase como, “...y quiero que ese culo tuyo más prieto que el de Brad Pitt sea solo para mí...”, puede llevarnos a recibir tanto a la parte emisora como a la receptora, sin consideración de sexos, multitud de propuestas para adquirir la filmografía completa en DVDs del citado artista, todo tipo de anuncios de slips o boxes de las marcas más reputadas y una amplia variedad de mobiliario gimnástico para mantener nuestro cuerpo terso. Sin contar, con la enorme cantidad de culos anónimos de ambos sexos carentes de un triste tanga, dispuestos a ser contemplados por nuestros ojos sin pagar un céntimo. Si la parte receptora, motivada por nuestras palabras responde con algo como, “...no puedo dejar de pensar en esas caderas tuyas, más acogedoras para mí que las de Jennifer López...”, ya está liada, pero “gorda”. Recibiremos, además de una oleada de ofertas con toda la filmografía de esa estrella junto a la de su discografia completa con póster de regalo, nos guste o no, el cartel de la película “Lo Verde empieza en los Pirineos” con Jose Luis López Vazquez (q.e.p.d.). En cuanto a caderas anónimas desnudas, con y sin prótesis más o mucho más de lo mismo.

Así están las cosas. Y si escribimos en inglés para demostrar nuestra cultura. Peor. Porque como todo el mundo sabe, los mejores rastreadores eran del salvaje Oeste y hablaban inglés tan bien como el chiricahua. Por ello los más avanzados buscadores han nacido también alli, en Silicon Valley, donde terminaba ese Oeste dejando de ser salvaje antes de llegar al mar y donde también se dejaron la piel muchos de aquellos rastreadores indo-americanos, antepasados de los que hoy mantienen limpias todas esas modernas instalaciones, trabajando como barrenderos.
¡Qué no se nos ocurra escribir, presumiendo de doctos, cualquiera de las frases antes reseñadas en inglés o en chiricahua!, porque entonces las ofertas recibidas, junto a los culos y las caderas, saldrán por los costados de la pantalla de nuestro ordenador sin que podamos contenerlas. Pero esto no es lo más grave. Pongamos que cometemos la torpeza de enviar algún comentario de actualidad a alguno de nuestros amigos de ambos sexos, en los que aparezca algún vocablo perteneciente a uno de los problemas más sangrantes que vive en la actualidad la administración norteamericana, y que ahora no me atrevo a mencionar ni siquiera en abreviatura. Y no me refiero al 7º de caballería, a Sitting Bull (Toro Sentado), a los rastreadores indo-americanos, o a Búffalo Bill. Por esa acción gramatical, nos puede caer encima todo el peso de la Central de Inteligencia, e incluso un día al sonar el timbre de nuestra casa y abrir la puerta, lo último que veamos en esta vida sean las caras pintadas de verde de unas fuerzas especiales que nadie conoce por su nombre de pila y que ningún ser humano que siga vivo, ha visto jamás de frente, excepto el Presidente de los EEUU.








Hace unos días en un programa cultural, he oído que la administración del país del salvaje Oeste ha dedicado este año, cincuenta mil millones de dólares USA (50.000.000.000 $) para mejorar los sistemas de escucha, rastreo y detección, encargados de mantener la seguridad de los ciudadanos norteamericanos, y que gracias a ese dinero se salvarán cientos o tal vez miles de vidas de civiles y militares inocentes de las que intenta segar a diario el terrorismo internacional. Para ello, escucharán, grabarán y almacenarán, todo lo que digamos o escribamos, y tarde o temprano incluso lo que pensemos el resto de la humanidad. Yo, que soy de Ciencias y que en cuanto me dejan me pongo a hacer cuentas, se me ha ocurrido hacer estos sencillos cálculos: Teniendo en cuenta que en el Africa negra, o en la India, por ejemplo, con 1.000 $ un habitante medio puede sobrevivir un año en condiciones mucho más aceptables que las de sus compatriotas, con la misma cantidad que dedica la inteligencia norteamericana a salvar esos cientos o quizá miles de vidas de sus ciudadanos, en estos paises lejanos y en el resto del mundo, se podrían salvar 50 millones de vidas de las que se pierden fácilmente por falta de alimentos, medicinas o agua potable todos los años. Siempre que los presupuestos generales del estado norteamericano se mantengan. Cada cual que haga sus cálculos para averiguar cuántas decenas de miles de vidas de africanos o hindúes equivalen a la de un norteamericano medio, civil o militar, según las cuentas de las centrales de inteligencia de ese salvaje Oeste.

Recuerdo las palabras de un amigo, que hace bastantes años tras la aparición de Internet, opinaba ingenuamente que ello nos haría más libres y cultos, menos dependientes del poder de los estados, menos sujetos a la censura, y además gratis. Yo por llevarle la contraria, algo enfermizo en mí, opinaba que no era posible que un invento de la NASA tuviera como objetivo la libertad del individuo, contraria habitualmente a la de la sociedad, imaginando algún plan oculto para cebarnos primero, pudiéndonos llevar después de forma pacífica, contentos al pesebre; o en el mejor de los casos, sacándonos únicamente el dinero de los bolsillos y ofreciéndonos publicidad a cambio. Bueno, pues aquí y así estamos. ¿Y qué podemos hacer para protegernos de esos astutos buscadores sin tener que escapar a uña de caballo?

Creo tener la solución. Esta solución tendría varias vías. La más fácil sería, si supieramos hacerlo, escribir en chino. No creo que vinieran a buscarnos desde tan lejos, dijéramos lo que dijésemos. Pero eso sí, en ningún caso deberíamos acercarnos a la plaza de Tian’anmen, para evitar ser fulminados por algún tanque del ejército chino, por disidentes. Los buscadores indo-americanos, no hablan ese idioma, por lo que estaríamos tan a salvo como los fugitivos de la película si hubieran escapado, en lugar de a caballo, en bicicleta que no deja restos orgánicos.

La segunda vía, que es la que yo más recomiendo, es intentar escribir en andaluz de la Serranía de Ronda, aunque seamos catalanes. Pondré varios ejemplos. Supongamos que nos viene en gana escribir sobre un terrorista recientemente localizado, neutralizado, y pasado por agua, sin que se nos vincule a una red con nombre árabe sobradamente conocida. Podríamos escribir: “Fin Laen ah cío ezcohonaó y arrohaó a la má, a pezá dehtá dezarmaó el hìoputa, cin que Arcaèha ni er Pasquintáh zàllan coscaó de ná...”. Sin sufrir por ello el menor daño por parte de los hombres verdes. Además dudo que nos llegara publicidad alguna ni siquiera de la Caja de Ahorros de Ronda.

Si quisieramos escribir a una amiga o amigo muy íntimos podríamos decir algo así como: “Mizentràñah, toy con tànt’ancia e vèrte que ce me zàrtan loh pùrsoh...”. Y como mucho nos llegarían algunos versículos de las Upanishads en sánscrito. Finalmente si decidiéramos, por ejemplo, enviarle una carta de despedida al Director General del departamento donde trabajamos en el Ministerio de Asuntos Exteriores, solo tendríamos que escribir: “Ke te hén, ilipòyah cornúo, te ba llevá er cafelìyo con moiète y pringá a tú espàsho tú concuñào er que ce lo mònta con tu muhén...”. Tampoco en este caso habría peligro de publicidad alguna ni de represión ministerial. Como mucho, llegaría algún anuncio de manteca colorá, molletes antequeranos o la programación completa de Canal Sur. Nada dañino para la vida.

Y así, podríamos mantenernos como las zanahorias, ocultos bajo tierra durante un tiempo, hasta que una mano amiga viniera a recogernos porque nos hubiera llegado la hora.


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